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    Joaquín Berges: «La literatura es una mentira verosímil»


    Ficción y realidad son los dos polos opuestos con los que los escritores han de bregar. Como extremos, tienden a atraerse, protagonizando, a veces, historias de amor con final feliz, como «Los desertores» (Tusquets), de Joaquín Berges (Zaragoza, 1965). En ella, el novelista parte de un hecho real -la deserción de dos soldados en la batalla del Somme- para contar las vidas de una familia instalada en la guerra de un pasado sin resolver. ¿Cómo dio con la historia de estos dos soldados? Por la efeméride: en 2016 se cumplieron cien años de la batalla del Somme. Supe que Albert y Alfred habían desertado del ejército inglés, les pillaron, les fusilaron y les enterraron como caídos en combate. Pero el padre de Albert fue a la tumba de su hijo, cruzó el Canal de la Mancha, desde Manchester, y mandó grabar unas palabras, muy enigmáticas, que llamaron mi atención. ¿Por qué? Porque en esas palabras hay un reconocimiento paterno, que es una de las cosas que a mucha gente le falta, quizás a mí también. Al final de la novela, en la nota de autor, explica que es la primera vez que duda de la novela como ficción. Es la primera vez que me planteo el debate: ¿qué es más potente, la ficción o la realidad? Antes, estaba claro: nada podía compararse con la ficción. Ahora, todo lo contrario: hay una gran influencia de la realidad y lo que se cotiza es basado en hechos reales. Es una confrontación fascinante, porque muchas veces la novela es las dos cosas, que es lo que he querido hacer yo: ficción y realidad. Y me llevé un gran bofetón cuando uní las dos cosas. Yo también fui al Somme, con mi mujer y mis hijos… Ellos no pensaban que iba a ser tan dramático, porque el recuerdo está ahí: hay trincheras, cráteres, agujeros de obuses y 155 cementerios, sólo en esa zona. Es un viaje muy tétrico y dramático. «El recuerdo es siempre importante. El pueblo que no recuerda su historia está condenado a repetirla» Pero es importante que el recuerdo esté, que se mantenga. El recuerdo es siempre, siempre importante. Las efemérides sirven precisamente para eso. El pueblo que no recuerda su historia está condenado a repetirla, pero no sólo a grandes niveles, como las guerras, sino también la historia personal de cada uno, que es lo que sucede en la novela. El bofetón me lo llevé cuando llegué a las tumbas de Albert y Alfred, porque están ahí. Cuando llegué, ya llevaba media novela escrita, y en ese momento me di cuenta de que justamente ahí está la unión entre la ficción y la realidad. Y, al confrontarlas, ¿necesita anclarse a lo real? Yo, lo que necesito, ya no es ni la realidad ni la ficción, sino la verdad. Entendiendo por verdad algo que sea coherente. Lo digo porque a veces la realidad, con todo lo real que es, no es coherente y, sin embargo, la ficción tendría que serlo siempre. Por eso busco una ficción de verdad, verosímil, que sería la novela. La realidad a veces tiene una falta de coherencia tremenda, por eso hay que refugiarse en la ficción verosímil. Yo me pongo en la piel de los personajes, me disfrazo de cada uno de ellos, guardo mucho silencio interior para escuchar qué diría cada uno de ellos. ¿Qué es más fácil: desertar de una guerra o de las trincheras familiares? Durante toda la redacción de la novela, me he planteado cuántas veces he desertado, aunque no he ido a la guerra, y han sido unas cuantas. No sé si es más fácil, pero desde luego es más habitual desertar de las trincheras domésticas. También porque no está en riesgo la vida; esa sería la diferencia entre los desertores en tiempos de paz y en tiempos de guerra: los desertores en tiempos de guerra están luchando por su propia vida, mientras que los desertores en tiempos de paz no. Hay una diferencia muy dramática entre las dos cosas. Por eso, un desertor en tiempos de paz podría ser considerado un cobarde, sin embargo, un desertor en tiempos de guerra es un valiente, porque lucha por su vida para poder seguir dándosela a los demás y a su país, ese país que lo lleva a morir. Me imagino que al bucear en una Historia tan reciente, habrá sacado alguna conclusión. La conclusión que saqué, sobre todo de la batalla del Somme, es: ¿cómo es posible que se sacrificaran 600.000 vidas de jóvenes por avanzar o retroceder unos pocos kilómetros? Desde que la batalla empezó, en julio de 1916, hasta que terminó, en noviembre, en esos meses, hubo líneas del frente occidental que se movieron dos, tres, cinco kilómetros como máximo. Por eso, que no es absolutamente nada en términos militares, se sacrificaron 600.000 vidas y hubo 1,2 millones de heridos. Donde ahora hacemos los «Erasmus», esos mismos chavales, hace cien años, se mataron, por nada. Y, ahora, ¿cómo está Europa? Europa vuelve a tener problemas de identidad, vuelve a tener problemas de valores, parece que tenemos miedo a perder el estatus, nos queremos blindar e ir un poco hacia atrás… Aún así, de todos modos, por muy mal que esté Europa ahora, no es comparable. La situación aquella fue dramática, porque, además, los soldados se alistaban voluntariamente, con una euforia disparada, era la oportunidad de ser héroes, de vivir grandes aventuras… Y, en realidad, fue una gran carnicería. ¿Cómo reaccionó la Cultura a la Gran Guerra? Surgieron los «ismos», dadaísmos, cubismos, vanguardias, como reacción a semejante decepción. El mundo se volvió un poco loco. Fueron los mejores años, los de entreguerras. En casi todos los países hay historias fascinantes, novelas, muchas escritas ya, y otras ya iremos escribiéndolas. La primera mitad del siglo XX es inagotable. «¿Cómo es posible que se sacrificaran 600.000 vidas de jóvenes por avanzar o retroceder unos kilómetros en el frente?» En la novela recupera a los «war poets». Yo no les conocía. Eran poetas profesionales, que ya habían publicado y eran conocidos. Pero también había músicos, escultores, pintores, que se habían formado en Oxford, en Cambridge, en las mejores universidades. Esa generación vio la guerra desde un punto de vista más lírico, más subjetivo, que es fundamental. Lo mejor de los «war poets» no sólo fue su legado literario, sino que contagiaron a otros muchos soldados que nunca habían escrito un poema o quizá no con vocación, y al verse rodeados de poetas, empezaron a escribir. La ficción, la literatura, es la gran escapatoria. Como el matrix, esa red a la que te puedes conectar en cualquier momento para desconectar de la trama de la realidad. Tras esto, ¿ha cambiado su forma de afrontar la ficción? Hasta ahora, era un acérrimo defensor de la ficción por la ficción. Mis primeras novelas publicadas, ni siquiera están ubicadas. Mi progresión es, claramente, desde la ficción más pura hasta la realidad. Es verdad que luego hay una especie de cosa que sucede en la mente del escritor, que es que se juntan la ficción y la realidad y se forma la virtualidad, que verdaderamente es donde yo creo que habito. A veces tengo problemas para separar las cosas que dicen mis personajes de las que dice mi familia y pasa un poco factura, porque parece que uno vive en las nubes, y donde vive en realidad es en la virtualidad. Quizá también porque, de alguna manera, uno deserta de la realidad y se inventa esa especie de paraíso presente y siempre accesible que es esa virtualidad de lo literario. ¿Cuáles son los riesgos de la realidad y los de la ficción? El gran defecto de la realidad es que ha sucedido. A mí los biopics me suelen aburrir. Para mí, como escritor, es como ponerme grilletes, en las manos y en los pies, con lo cual tengo muchas dificultades para moverme. Y el riesgo de la imaginación es ir hacia lo inverosímil, pasarte de la rosca y que te quede una mentira inverosímil. La literatura es una mentira, verosímil. Ahí están un poco los límites, entre lo que ha sucedido y lo que no podría suceder ni en la ficción, esos serían los dos extremos, y en medio te tienes que mover.
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